lunes, 6 de agosto de 2012

Acto X Los Rincones Perdidos de la Memoria





Acto X

Los Rincones Perdidos de la Memoria



Tengo una extraña sensación de deja vu.
Algo en mi mente me advierte que esto ya lo he vivido. Es un pensamiento consciente pero ajeno. Lo produce una metaconsciencia. La misma que en el fondo me advierte que nada de esto es real, que es una ensoñación. Asiste a la escena como un visitante, como un observador. Sin embargo, mi cabeza tiene los pensamientos primarios de una niña de seis años: miedo, alarma, indefensión.
            Me doy cuenta de que en realidad estoy escondida, agazapada en un rincón. Es una habitación pequeña. Huele fuerte a sal y pescado. Tengo un inmenso barril frente a mi cuerpo que me oculta parcialmente. Mis ojos, que empiezan a acostumbrarse a la escasez de luz, empiezan a formar siluetas y figuras en torno a mí.
            Escucho sonidos amortiguados más allá de las paredes. Parecen voces y pasos apresurados. Suenan sobre mi cabeza, en el techo. Se arrastran y caen cosas.

"Rincones perdidos de la memoria" by CHARRO


            Una parte me invita con sensatez a quedarme en silencio. Tengo miedo, pero la duda de saber realmente qué pasa y la angustia que me produce aquel espacio húmedo, denso y claustrofóbico me sacan de mi escondite y me llevan hacia unos estrechos escalones de piedra que ascienden.
            Los subo temerosa y casi sin hacer ruido. Me agazapo en el quicio de la puerta para observar. Es una cocina. Parece vacía a pesar de estar desordenada. Desde mi ángulo veo la puerta y el pasillo al que conecta. Me escabullo entre la mesa y alcanzo el borde de la entrada.

                Ahora las voces son nítidas.
           Hay una voz de hombre, rugiente, malencarada. Hay sollozos y quejidos de mujer, que llora y suplica. Hay más ecos, más presencias que parecen pulular por todas partes. Salgo al pasillo y me pego a la pared. Se abren a mi panorama de visión distintas estancias.
            A mi metaconsciencia, la que sabe que duermo o deliro, le llega una sensación. 
            Conozco el lugar.
          Es mi casa o aquello que, por aquel entonces, llamaba hogar. Se ha abierto una rendija en la muralla tras la que había encerrado aquel recuerdo. Ahora, incluso en el estado ausente en el que me encuentro, temo las sensaciones que va a provocarme haber reconocido la escena. Son rincones que conozco, colores y objetos que me regresan de un golpe a un pasado que ya no existía. Son los olores intensos que han pervivido asociados a una etapa temprana que mi mente olvidó.
            
            Me he quedado paralizada.
            Lo que contemplo desde la esquina del pasillo es una sala amplia. Hay mucha gente allí, mucha gente asustada. La mayoría son mujeres. Mujeres jóvenes pero hay de todo.
            Me llegan nombres que tan pronto pasan, se olvidan. Rostros que una vez recordé, tactos y olores que fueron míos. Aquello era un burdel.
            Hay hombres, también. Acompañan a quien profieres los gritos y las amenazas. Hay otra mujer a sus pies, arrasada en lágrimas. Se me coge un pellizco en el corazón al reconocerla.

—¿Dónde está, vieja zorra?
—La niña no, por favor, la niña no. Conseguiré el dinero, lo prometo, pero la niña no.
—Ya es tarde para eso.

Un calor sofocante me recorre de arriba abajo. Ahora entiendo por qué me ocultaba. En realidad aquellos hombres me buscan a mí.
Fundo mi espalda a la pared con la sensación de recorrerme un sudor frío por las sienes. Noto que el corazón se me acelera. Percibo su pequeño latir apresurado golpeándome el pecho.
En ese instante un sonido al otro extremo del pasillo me sobresalta. Un hombre sale de una habitación anexa con gesto de frustración y al asomar al pasillo me descubre. Hay un segundo en el que su rostro revela sorpresa y uno en el que en el mío existe la indecisión.
—¡Está aquí! —grita y su voz resulta el estímulo para salir de allí sin mirar atrás.
Corro desesperada por el salón sorteando a las primeras figuras que lo llenan.. Soy lo bastante pequeña para colarme incluso entre las piernas. Tras de mi, el hombre del pasillo ha aparecido gritando y de pronto toda la atención se centra en mi esquiva presencia.
—Coged a la pequeña apestosa.
La voz de la mujer se desgarra en un grito.
—¡¡Corre!! ¡¡Corre!!

Mi desesperada huida es ciega. Me satura la visión de las personas allí que se multiplican por mil en mi desesperación. Pronto tengo la sensación mareante de la desorientación. Esquivo con agilidad a los primeros brazos que pretenden darme caza pero no tengo tanta suerte con los que llegan tras ellos, que me atrapan poco antes de que pueda alcanzar la puerta de salida.
Me izan, me aprisionan.
Pataleo desesperada, gruño y grito todo lo que mi garganta da de si.
Veo los rostros compungidos de las mujeres allí. Hay indignación, temor y mucha impotencia. Saben que lo que está ocurriendo es injusto pero ninguna de ellas saldrá en mi defensa. No pueden hacerlo. Se juegan la vida.
La mujer del suelo se desgarra en un quejido. De mi boca solo sale una palabra cuando soy plenamente consciente de que van a separarnos.
—¡¡Mamá!!

—¿La tienes? —El hombre que amenazaba mi madre pregunta al tipo que me contiene en sus brazos. Aquel se limita a afirmar con la cabeza mientras afianza su presa—. Llévala al carro y terminemos con esto.

Había olvidado aquel rostro desencajado de mujer que trata de acercarse a mí mientras dos hombres se lo impiden con fuerza. Aquel rostro de dolor inhumano cuyos brazos trata de alargar sin esperanza. Aquel rostro… lo había olvidado.

Me sacan por la puerta mientras sigo escuchando sus alaridos y mi garganta continúa llamándola con desesperación.
Me sacan. Nos alejamos.
El hombre que manda viene a nuestro lado, pero se detiene ante dos hombres que se encontraban en el exterior.
Oigo perfectamente la orden que les da.
—Matad a esa puta escandalosa. Ya no me sirve de nada.
Los hombres asienten. Les veo entrar en el edificio y cerrar tras ellos. La mirada del que cierra la puerta se cruza con la mía, empañada en lágrimas, que sigue desesperadamente llamando a voces a la mujer que grita en el interior. Que siguió llamándola y derramando lágrimas incluso cuando dejó de escuchar sus gritos.
Me lanzan al interior de un carro techado. Es poco más que una caja con ruedas.
Todo se vuelve oscuro…
Todo se vuelve oscuro.


***


Oigo mi nombre en un susurro. Tocan mi cuerpo. Sigue sin consciencia. No saben que una desesperada parte de mi mente trata de abrirse paso a la realidad. Los miembros me pesan como el plomo. Mi ser se hunde, se pierde, navega.
Regresa a otro confín en mis recuerdos…


***


           —¿Quién es?
           —No lo sé. No me ha dicho su nombre.
           —¿Dónde la has encontrado? —escucho como el otro sisea para mandarle bajar la voz.
       —Caminaba perdida en la playa —susurra—. Estaba desorientada. Preguntó qué lugar era éste. Ni siquiera sabía dónde se encontraba. Cuando se lo dije, no lo reconocía. Se quedó como atontada. No podía dejarla sola por ahí en ese estado, Jael.

            Hablan de mí. Creen que no les oigo. Finjo no hacerlo pero hablan de mí.
         Estoy en una mesa. Visto ropas desgastadas como cualquier campesino común. Ya no tengo diez años. Mis proporciones se asemejan a las de ahora aunque sé que soy unos años más joven. He dejado de ser una niña y mi cuerpo es el de una mujer.
            Como de un cuenco de madera un plato sencillo y caliente que tomo con cuchara. Estoy hambrienta.
Levanto un poco la vista del plato y observo el habitáculo de una casa a todas luces modesta. Quizá el hogar de un labrador… no, hay útiles de pesca decorando las paredes. Es marinero o pescador la persona que me aloja.
            Son dos. 
           No puedo verles porque están en una habitación anexa y han encajado la puerta. Tratan de hablar en voz baja pero puedo seguir su conversación.
            Aparece una tercera voz que no esperaba. Es la voz de una mujer.
            —No la quiero en casa, Nill —Suena hosca, tajante.
            —Pero no podía dejarla allí —Se excusa el primero.
           —No la quiero en casa —insiste la mujer. 
        No puedo evitar sentirme incómoda y dejo definitivamente de comer. Trato de pasar el momento mirando sin apego a cualquier rincón de aquella vivienda. Me cruzo con la rendija abierta de la puerta y compruebo que alguien ha lanzado un vistazo por ella.
            —Ha terminado, deberíamos salir —dice la segunda voz de hombre—. Yo me encargaré de esto, hermano.

           Salen dos hombres y una mujer del pequeño cuarto anexo. El primero es joven e imberbe. Su rostro es de preocupación. El otro es más alto y corpulento, parece casi doblarle la edad. Luce una barba poblada y músculos nudosos del trabajo. Trata de sonreírme para aliviar la tensión creada. Tras ellos, una mujer joven que ni siquiera disimula su malestar. Tiene el ceño fruncido y camina con los brazos cruzados. Todos son gente humilde, gente de la tierra.
            —Gracias por la comida —me apresuro a decir con tono neutro.
            —¿Te ha gustado? Te sientes mejor? —El gesto de amabilidad que el hombre joven me ofrece no parece ser del agrado de la mujer que le fulmina con la mirada. Él parece notarlo y evita cruzar la vista conmigo mientras me retira el plato. Reconozco cuando la hostilidad de una mujer no solo está alimentada por el miedo o la desconfianza. Es obvio que esa mujer está tensa a mi lado y tiene celos de la amabilidad de quien es probablemente su marido.
            El otro hombre trata de centrar la conversación sentándose frente a mí en la mesa.
            —¿Estás mejor?
          Sé que es una pregunta retórica. Solo pretende romper un poco el hielo así que le contesto por inercia con un leve movimiento de mi cabeza. Enseguida entra en lo que le interesa.
            —Mi hermano dice que te encontró desorientada en la playa. ¿Sabes cómo llegaste hasta ahí?
            —No —afirmo sin dilación. Sé que no es la primera vez que he respondido a esa misma pregunta en breve tiempo.
            —¿Tu nombre, al menos?
            Me hace dudar. Rebusco y confieso un nombre que asocio conmigo.
            —Lya… creo.
            Mi duda le hace arrugar el entrecejo.
            —Bien... Lya —compruebo que trata de decirme algo que no sabe cómo empezar a decir. Teme hacerme daño—. No puedes quedarte, ¿entiendes? No…
            Interrumpo su excusa.
            —Lo entiendo. Gracias por la comida —añado mirando al hombre joven que se ruboriza ante mi mirada y gira rápido la vista para buscar el gesto de su mujer, que sigue hosco. Vuelvo los ojos, entonces,  al hombre de la barba ante mí. Leo en su gesto y en su mirada. No hay nada hostil, solo una tensión generada por una situación que no sabe muy bien cómo gestionar. Trato de calmarle ofreciendo de nuevo las mismas respuestas que ya he dado a esas mismas preguntas.
            —Desperté en una playa. No sabía qué lugar era, ni cómo había llegado hasta allí. Deambulé sola un trecho hasta encontrar a tu hermano.
            —¿Tienes familia? ¿Alguien a quien poder poner en aviso? ¿Un hogar al que volver?
            —No —vuelvo a contestar—. Si tengo, no los recuerdo.

            El hombre suspira y aprieta los labios.
            —No es mucho para poder ayudarte.
         —Hay templos en la ciudad. Allí podrán hacerse cargo de ella —advierte la mujer. Todos se vuelven a mirarla.
            El hombre de la barba regresa a mi rostro.
            —Voy a la ciudad. Llevo abastos para el mercado. Puedes venir conmigo, si quieres. Te dejaré en el Templo de Yelm, o en algún otro, si tienes preferencia.
            Sé que no voy a sacar mucho más de aquella gente sencilla, así que vuelvo a dar las gracias y me levanto como respuesta inmediata. Observo que aquella mujer parece aliviarse ante mi predisposición a marcharme de allí. Se crea un silencio hosco en la estancia que se rompe después de unos segundos interminables con un amable «buena suerte» del más joven.
            Acepto el gesto sincero pero soy consciente de la carga que supongo para ellos y no alargo mucho más la despedida. Fuera un carro tirado por mulas y cargado de cajas con pescado nos aguarda. Hace un día luminoso y aún es temprano en la mañana. Los soles gemelos luces su soberbia estampa en un cielo despejado que confunde su azul con la línea del mar. Era una casa próxima a la costa. La brisa cargada de humedad y salitre me ofrece una refrescante bienvenida. El rumor rompiente de las olas aporta una relajante melodía. 
            Jael sube al carro y ante mi quietud me anima a acompañarle en la yunta, junto a él. Inspiro una bocanada de mar y subo con él. De un golpe de brida, aquellas mulas inician su paso cansino.
            Hay unos primeros minutos de silencio, casi existe cierta incomodidad. A fin de cuentas somos dos desconocidos condenados a la proximidad durante un trayecto que se antoja largo.
            Mi mente se aísla pronto.

         Trato de no caer en el vértigo en el que me sitúa mi estado de amnesia. El único punto a favor es ignorar cualquier punto de referencia pasado. Es como abrir una página en blanco. Todo es nuevo y todo está por escribir. No puedes añorar lo que no recuerdas. Tampoco hay muchas alternativas salvo empezar a escribir esa página en blanco. Quién soy en realidad, de dónde vengo o cómo he llegado hasta esa situación también son incógnitas que me preocupan pero cuyas respuestas se antojan de momento inalcanzables.
            Con todo, quiero escapar de la sensación opresiva que todo ese abismo me suscita.
            —¿Por qué me odiaba esa mujer? No le he hecho nada.
            Mi acompañante se vuelve y trata de hilar conexión en mi frase.
            —¿Te refieres a Naeva? ¿Crees que te odiaba? Es buena chica. Son tiempos difíciles, supongo que le asustaba la responsabilidad de cargar con tu suerte. No se le puede reprochar la falta de seguridad o la desconfianza.
            —Entiendo que me viese como un problema, pero no parecía que agradeciese que su marido hubiese ayudado a otro ser humano.
            Jael sonrió de medio lado y echó la mirada al frente unos instantes.
            —Es joven y celosa. El ser humano que Nill había metido en su casa era una joven bonita e indefensa, no la culpes.
            Noto que se ruboriza ante su propio halago.
            —¿Celos de qué? Solo necesitaba un cuenco de sopa y un lugar para ubicarme de nuevo, no un marido. No pensaba robárselo.
            Él carcajea y encoge los hombros.
—No me pidas que piense como una mujer.
No pretendía que hubiese sonado a broma, pero el ambiente se relaja un poco con aquellas carcajadas que me termina contagiando.
—¿Tú mujer también es celosa?
Él se ensombrece al escucharme y vuelve la mirada al frente.
—Soy viudo. Mi mujer murió.
Siento haber estropeado el buen ambiente tan rápido.
Le pido disculpas y guardo silencio.
—No pasa nada. ¿Cómo ibas a saberlo? Además, pasó hace tiempo. Ya está... superado.

           Miente, es obvio.
         A pesar de restarle importancia, aquel hombre se silencia. Pasamos un buen trecho sin volver a hablar.
          Dejamos atrás las casas dispersas de lo que parece una colonia costera de pescadores. Seguimos la línea de costa y pronto comienzan a dibujarse en el horizonte las formas monstruosas de una ciudad que se extiende a lo llano en la desembocadura de un caudaloso río.
            Abarca toda la extensión de un gran delta y buena parte del terreno aledaño. El río es el Dar. Se abre en varios brazos que segmentan el delta en varias isletas de gran tamaño y una infinidas de isletas menores. Su aspecto es inconfundible. He ahí las «bocas» del Dar. La ciudad que se levanta sobre ellas recibe el mismo nombre. La llaman la Ciudad del Pecado. Estoy en el extremo sur del continente. Pensar si realmente soy de allí o cómo he llegado precisamente a esta famosa urbe es algo que por un momento me corta la respiración, pero trato de que pase desapercibido para mi acompañante.

"Las Bocas del Dar" by CHARRO


Es una de las mayores urbes del mundo que conocemos. La isla central, dividida por los brazos de río en tres tiene sus propias murallas. Muchas de las isletas también. La isleta más al sur es un gran fortín que sirve de parapeto. También existen murallas en tierra fuera del delta, pero la afluencia de edificaciones las supera y hace extender la ciudad mucho más allá del perímetro de almenas. Un sin fin de puentes conectan las distintas isletas entre ellas y la tierra firme.
            Cientos de barcos se arremolinan en sus extensos puertos de todo tipo y de toda procedencia. Sus edificios resultan caóticos y de muy diversa factura. Es un lugar en muchos sentidos inabarcable con fama de excesivo y salvaje. Lo que no se encuentra en las Bocas, no existe.

            Penetramos en aquel mundo ecléctico, lleno de contrastes, y recorremos sus arterias llenas de gente pintoresca, bullicio y color. Es una saturación para mis sentidos. Un pensamiento me recorre la mente. Quizá no haya mejor lugar para empezar de cero que una ciudad como las Bocas, donde las opciones pueden ser infinitas.

            —Te dejaré en el Boulevard de las Tres Reinas —me propone—, si te parece bien.
Me encojo de hombros.
            —Me da igual. No conozco la ciudad.
Mi respuesta hace que arrugue el entrecejo.
            —Esta ciudad es bella y grande, como el mismo océano. Puede ser tu mayor fortuna, pero si no se conoce es posible que acabes perdida y no hablo solamente de perderse entre sus calles.
            Sé lo que pretende decirme, pero me hago la ingenua.
            —¿A qué te refieres?
            —Las Bocas es una ciudad peligrosa si uno no sabe por dónde moverse y qué evitar. Una mujer sola y bonita como tú, que ignora el terreno que pisa, puede ser un cebo tentador.
            Me siento halagada por la preocupación pero me molesta su argumentación paternalista.
            —Debe de haber cientos de mujeres bonitas en una ciudad como ésta. No creo serlo tanto como para llamar ese tipo de atención, pero agradezco que te preocupes.
Noto por su expresión que ha dado más importancia a mi reproche que a mi agradecimiento. No era mi intención ofenderle, pero prefiero guardar silencio.
            Llegado un punto detiene el carro. 
            El boulevard es inmenso. Se llena de gente y actividad.
            —Hemos llegado. Esto son las Tres Reinas. Es casi una milla. La mayor parte de los templos importantes tienen su sede aquí, por si sigues con la idea de pedir refugio en uno. También hay innumerables negocios, casas… no sé, casi de todo. Es el corazón de la ciudad. Busques lo que busques, probablemente esté en esta milla. Yo me quedo ahí —dice señalando un gran edificio en piedra roja y amplias cristaleras—. Es el Mercado de Abastos e Importación. Tengo una pequeña lonja de pescado que lleva desatendida toda la mañana. ¿Qué vas a hacer?
            Se me presentan múltiples opciones. Tantas que me saturan la cabeza.
            —No lo sé —le digo poniendo un pie en suelo firme y mirando a mi alrededor—. Puede que buscar asilo, o trabajo… o… quizá solo trate de pasear un poco y aclarar mi mente. No te preocupes, estaré bien. Gracias por el viaje.
          Él me sonríe. Parece que después de todo no me guarda rencor por el comentario anterior. Me desea suerte y azuza las mulas. Pronto se pierde entre un mar de caros y jinetes en dirección al Mercado.

           En ese instante es cuando verdaderamente me siento sola en medio de una marea humana de color. Trato de respirar el aire viciado de mil olores y hacer un segundo de tregua en mi cabeza para ordenarme.
            Aquí estoy. Las Bocas del Dar. Un mundo de caos abierto para mí.
            ¿Qué puedo hacer?







Opciones:


1.- Busca un templo y pide asilo o asistencia.

2.-Trata de buscar trabajo por la zona, parece llena de oportunidades.

3.- Observa a la gente, el lugar, quizá haya algo en lo que aún no has pensado.
Date un paseo por el boulevard.

4.- Ve al mercado y pídele trabajo a Jael, quizá tenga un sitio para ti y parecía buena persona.
La opción es Jael





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