Acto II
Sangre
No sé por qué, solo una idea se aloja en mi mente. Es la más descabellada. Es la más desesperada. Es una idea imposible… quizá por eso sea la única idea que funcione. Lo único que me perturba es por qué tengo la sensación de que va a funcionar. En las grietas de mi memoria parecen esconderse secretos. Son esos secretos los mismos que siembran todas mis dudas y todas mis certezas.
Recojo mis piernas amoratadas en un gesto de defensa. Mi rostro se arruga en una mueca de miedo visceral. Se rompe de terror y las lágrimas no tardan en surcar mis mejillas. Me pego todo lo que puedo a la pared para esconder mis manos fuera de sus grilletes.
—Por favor —suplico —, por favor. No más. No me hagáis más daño. Por favor…
Evito mirarla a la cara. Mi rostro se tuerce, se quiebra. Tiemblo, me acurruco, demuestro toda mi indefensión y debilidad. El hombre delgado ha terminado de afilar sus cuchillas y hace un gesto de aprobación que yo no veo, pero que intuyo. Los guardias se sienten confiados. Ella avanza lo suficiente para quedar a mi altura.
El cebo ha funcionado.
Es ahora cuando extrañamente mi respiración se calma. Dentro de mí hay una inexplicable serenidad. Mis pensamientos se vacían. Sin saber cómo, entro en un proceso mental tan focalizado que todo lo demás pierde sentido. Hay tal claridad que me asusta porque no parece pertenecerme. Algo surge de ella. Me hace ver una evidencia que me produce escalofríos: las fuerzas están desequilibradas, pero nadie imagina aún qué parte es la que tiene la ventaja. Yo sí lo sé.
Noto su proximidad y mi mente me alerta de que ha entrado en zona de peligro pero me invita a esperar solo unos segundos más. Percibo cómo los soldados también avanzan. Mi visión perimetral ya ha situado también al tipo de las cuchillas. Hay un orden perfecto y preciso en mis cálculos. Todo encaja como piezas de relojería. Soy la primera en sorprenderse ante ello.
Una mano suave acaricia mi mejilla. Hay una falsa dulzura en ese gesto…
—Pobre niña —casi susurra —esto va a dolerme a mi más que a ti.
Es entonces cuando la miro.
Mis ojos se cruzan con los suyos y en una décima de segundo compruebo que sus pupilas han descubierto el cambio en mi mirada. Veo cómo se dilatan con la sorpresa. Cómo, de haber tenido margen de tiempo suficiente, toda su expresión de seguridad y confianza se hubiese venido abajo.
—Ni lo dudes, zorra.
Mis movimientos compiten en rapidez con la picadura de un áspid. Mis manos revelan su secreto tan veloces que nadie puede reaccionar más rápido. Apartan de un manotazo su mano de mi cara y apresan su cabeza.
Ni lo pienso.
No sé de dónde saco la sangre fría pero giro aquel cuello en un movimiento preciso y se hace añicos entre mis manos como si fuese de cristal. Aquella cabeza con el gesto congelado de sorpresa acaba mirando a su espalda. Ni aún entonces esos hombres armados son capaces de reaccionar a tiempo.
Recogí mis piernas para poder tener impulso de salto. He contenido hasta ahora todas las fuerzas que aún poseía y las libero de un solo golpe. Me propulso, aún con aquel cuerpo retorcido en mis manos y lo empujo con fuerza. En su trayectoria impacta con dos de aquellos hombres y les rompe toda reacción que no sea quitárselo de encima. Eso me proporciona un tiempo de ventaja imprescindible. Para entonces, mis ojos ya están presos en mi siguiente objetivo.
El tipo del delantal está aún más desorientado. Ni siquiera miraba la escena, más pendiente del estado de sus filos que de una chica desnuda y amoratada encadenada a un camastro. Imagino que habitualmente sus víctimas no suelen ofrecer mucha más resistencia que pataleos inútiles y súplicas que nunca escucha.
No está preparado para esto.
No sabe reaccionar ante alguien que no tenga sus manos y sus pies firmemente atados. Por eso apenas hay lucha cuando mis manos atrapan sus muñecas y llevo su propio filo hasta su garganta donde se clava limpiamente hasta la empuñadura. Me muevo rápida sin soltarle. Giro hacia su espalda conforme aquella cuchilla destinada a mis carnes abre las suyas. La presión de sus dedos disminuye y pronto son los míos los que sostienen el puñal. Mi giro de posición acaba en un brusco movimiento que saca el filo de su garganta. Su yugular de abre como una vieja cañería de desagüe saturada por la riada. Una cascada de sangre se vomita desde el cuello alcanzando las paredes. Siento como su cuerpo laxo inicia su caída pero para entonces yo ya no estoy ahí.
Ruedo por el suelo para salir de la zona de proximidad. La fría y húmeda piedra me da la bienvenida mordiendo mi cuerpo dolorido. El contacto con cada protuberancia del empedrado es como una puñalada desesperada a la que no tengo tiempo de atender. Cuando vuelvo a la verticalidad estoy casi encima de su mesita desplegable y de su instrumental de interrogatorios.
Es ahora cuando percibo el primer movimiento en el resto de los presentes. Es ahora cuando parecen darse cuenta de la verdadera amenaza que represento para ellos. Un parpadeo y aquella indefensa chica de las cadenas tiene dos cadáveres en el suelo y está armada.
La reacción de los hombres de la puerta es avanzar mientras llevan manos a sus armas. Eso me da unos dos o tres segundos de iniciativa: es un tiempo letal si sabes emplearlo. Los hombres a mi espalda aún necesitarán cinco o seis para apartar el cuerpo de la informadora, girar y tener listas sus armas.
No sé cómo mi cerebro es capaz de precisar al milímetro esos pensamientos. No tengo ni idea de cómo consigo tener movimientos tan precisos y organizar de un modo tan calculado mis posibilidades, pero igual que un experto jugador de keppa va tres o cuatro movimientos por delante, mi mente me advierte que sólo voy a tener que enfrentarme a uno de ellos si consigo ser certera en mi siguiente jugada.
Hay un ángulo imposible en juego.
Un escaso, casi imperceptible hueco que puede darme una ventaja aún mayor. En un instante de lucidez soy consciente de que el tiro es de una dificultad extrema y precisa habilidad de maestro. Es ahora o nunca porque ese hueco, esa fisura, ese ángulo va a desaparecer de inmediato.
Actúo.
Mi muñeca lanza el arma que hasta ahora me proporcionaba la única defensa. Se escurre de mis dedos en giros letales. No tengo tiempo de comprobar si he lanzado con la precisión necesaria para mi golpe de efecto, pero un pequeño brillo en mi pensamiento me indica que el tiro ha sido perfecto. Mis manos ya se encaminan al cuero desplegado y pretenden sacar de sus fundas un par de punzones agudos.
El cuchillo viaja en espiral hacia sus víctimas. Su posición es perfecta. Su proximidad es una ventaja incontestable. El giro de la hoja desgarra el cuello del primero en un beso letal. Secciona carne lo suficiente como para ser una herida mortal. Las manos de aquel soldado están obligadas a soltar el arma y agarrar la brecha de la que se escapa su vida. Vivirá. Al menos unos minutos más que el resto, pero ha dejado de ser una amenaza. Peor suerte tiene el hombre tras él. El final del viaje de ese cuchillo es hundirse justo bajo su tráquea.
Mis manos se arman ahora con los afilados punzones. Enfilo al primer adversario capaz de ofrecer batalla mientras dos cuerpos se desploman tras de mí, al lado de la puerta. Alza su maza pesada pero en el tiempo que necesita para levantar su peso mi cuerpo ha entrado en su radio de acción. Soy como un escorpión que lanza su aguijón a una velocidad imposible para el ojo humano. Sus placas de cuero duro no son rival para un punzón afilado que se cuela entre ellas buscando un corazón que traspasar. Ya está herido de muerte cuando mi otro brazo lanza su picadura que le entra en ángulo por el hueco del oído hasta el cráneo.
Extraigo. Un cuerpo se derrumba ante mí. Me deja ver lo que hay a su espalda
…y ahí está el adversario, el único que dispone del tiempo y oportunidad para asestar un golpe antes que el mío.
Tampoco lo hace. La pelea vuelve a estar desequilibrada. No ha contado con un factor, con un aliado a mi causa: El miedo.
Apenas han pasado diez o doce segundos desde que viese a una chica maniatada en un camastro sorprender a todos revelándose libre. Quizá le ha dado tiempo de parpadear tres o cuatro veces. Solo ha tenido la oportunidad de encadenar uno o dos pensamientos primarios, casi instintivos. Ahora hay cinco cuerpos sobre el suelo y la responsable de sus muertes se halla frente a él, mirándole a los ojos. Y esa mirada es fría. Es la mirada impávida de la misma muerte. Por eso el terror le consume, le engarrota la mano, no le deja pensar y pierde su oportunidad.
Pero el áspid, el escorpión no juegan a regalar oportunidades. Me lanzo sobre él y mis punzones se ensañan con su cara. Es el único instante en el que pierdo la conciencia del tiempo y me invade una furia que no me permite mantener la frialdad hasta ahora. Sé que puedo permitírmelo. Sé que está pagando por todos la humillación y abusos que se han cometido conmigo.
Cuando mi rabia se consume tengo la sensación de regresar a mi cuerpo. Vuelve el temblor y la agitación a mi pecho.
Soy plenamente consciente de lo que ha sucedido en ese lugar y tal certeza me resulta imposible de asimilar en un golpe. Miro mis manos ensangrentadas y temblorosas que dejan caer los punzones. Doy dos pasos hacia atrás aterrada ante la visión de la cara desfigurada de mi último adversario. Tropiezo con un cuerpo a mi espalda que he olvidado que está allí. Pierdo el equilibrio y toda la escena se dibuja ante mis ojos. Es una escena terrible.
Seis cuerpos siembran la piedra, la inundan de sangre. Uno de ellos aún gorgotea y se mueve mientras el color de su cara palidece conforme vierte el fluido vital desde su garganta. Me mira con un horror inhumano en el rostro.
No puedo soportarlo y me derrumbo.
Caigo al suelo y quedo sentada con los ojos abiertos y temblando.
Esto es obra mía. Yo los he matado. Yo los he matado.
No puedo explicarme cómo he podido hacerlo. No tengo la menor idea de cómo he podido hacer lo que he hecho. Por un instante no sé quien soy. Me aferro el rostro. Desespero y apreso mis cabellos manchados de sangre.
Acto II Lya: "¿Quién soy?" by CHARRO |
Un millar de imágenes y un catálogo de pensamientos colapsan mi mente. Es como si abriesen el grifo de mis recuerdos, aunque ninguno explica lo que ha pasado.
Chicas, baile. Una cama, sexo, sudor. Hombres. Muchos hombres pasan por esa cama. Rostros familiares que recuerdo. Sus nombres.
La Sirena Varada.
Soy Lya, prostituta en la ciudad de Las Bocas del Dar. La seducción y el sexo son mis herramientas de trabajo.La Sirena Varada es un prostíbulo de lujo. Nuestros clientes son poderosos. Tengo una gran reputación en lo que hago. A veces lo que hago es un poco más complejo e ilegal que cobrar por ofrecer placer, pero…
Soy Lya, prostituta en la ciudad de Las Bocas del Dar. La seducción y el sexo son mis herramientas de trabajo.
Nada explica cómo he llegado aquí ni cómo he sido capaz de matar a seis personas de esta manera, en apenas uno o dos minutos.
Estoy confundida. Me sobreviene una oleada de nauseas y vomito sobre el suelo en un acto reflejo.
Hay un solo segundo de paz tras ello. Un segundo que me invita a salir de allí y buscar las respuestas más tarde. Se llama instinto de supervivencia.
Tan rápido como mis manos temblorosas son capaces, desnudo a la agente de Ylos tratando de que no me impresione su cabeza vuelta hacia la espalda.
Sé que habrá más guardias en el exterior así que mi coartada debe ser lo bastante creíble como para impresionarles.
Salgo de la celda y cubro mi cabeza con la capucha de la capa del uniforme. Cuanto menos se me vea el rostro tanto mejor. El cuerpo me duele horrores y tengo que morderme la lengua para evitar quejarme. Eso me recuerda lo que llevo en la mano. Paso algunas galerías pero no tardo en encontrar la sala de guardia.
Un soldado más se sienta en una banqueta al pie de unas escaleras que ascienden y terminan en una puerta de madera. Frente a él hay otro en una mesa próxima. Respiro hondo. Mi actitud debe ser sólida. Lleno mis pulmones de aire y avanzo para delatarme.
Los hombres me miran al entrar en la estancia pero yo me dirijo con frialdad hacia la puerta. El de la banqueta se levanta. El de la mesa pregunta.
—¿Tan rápido?
—Mi trabajo aquí ha terminado. Abridme.
Por el momento no parecen sospechar nada. El de la banqueta trastea un manojo de llaves. El de la mesa sonríe con sarcasmo.
—¿Qué tal la gatita? No ha tardado en soltar la lengua, por lo que veo.
Giro levemente mi mirada. Juego con la tensión del silencio unos segundos. Voy hacia él de dos pasos tan firmes que percibo su miedo. Golpeo sobre la mesa tan fuerte como puedo. Le miro a los ojos. Sé que puede ver la sangre en mi cara oscurecida por el pulsar de sombras de las antorcha.
—No, no ha tardado en soltarla —le digo.
Levanto la mano de la mesa y sus ojos casi se salen al descubrir lo que he dejado sobre la madera. Se le hace un nudo en la garganta al descubrir una lengua amputada como regalo.
—¿Alguna pregunta más? —Se levanta de un brinco instintivo y hunde la mirada.
—No, señora.
—Abre la maldita puerta. Este lugar huele a cerdo.
—Por supuesto, señora.
Algo dentro de mí disfruta sabiendo que ese tipo va a necesitar cambiarse de calzones. Ordena al acompañante que me abra y que me acompañe al exterior. Vuelvo a morderme para no delatar que cada paso me desata terribles dolores.
El fortín de las mazmorras es un edificio separado del resto, pero anexo a una gran mansión. Es de noche en el exterior pero la brisa fresca me resulta un bálsamo. Mi silencioso escolta me lleva hasta una verja que delimita el final del recinto y me deja en una calle grande. Se despide con escrupulosidad marcial pero yo no le devuelvo palabra.
Comienzo a alejarme manteniendo toda la dignidad de lo que represento. Tengo que hacer esfuerzos para no correr a pesar de mi dolor. Después de algunas calles de distancia encuentro un callejón lo suficientemente estrecho y sinuoso como para sentirme segura.
Allí el mundo se cae a mis pies. Allí derramo toda la tensión y todo mi miedo. Allí vuelvo a ser la mujer desesperada que despertó desnuda y encadenada a una cama.
Me siento un poco mejor después de eso. Con la claridad suficiente, al menos, de tratar de poner un poco de orden. No tengo muchas alternativas:
Podría regresar a la Sirena Varada. Se supone que es mi hogar. No consigo orientarme pero no creo tardar en encontrar el camino. Otra opción es pedir refugio en alguno de los templos o capillas. Allí podrían tratarme las heridas. Probablemente no hagan preguntas. El problema es que no ubico ninguno en las cercanías y podría andar a ciegas durante un buen rato. No es muy aconsejable caminar a ciegas y en mi estado por una ciudad como las Bocas.
Necesito pensar con frialdad…
Opciones:
1.- (Vuelve a casa Lya. Allí seguro que pueden explicarte muchas cosas)
Sirena Varada.
2.- (Desaparece por un tiempo, Lya, hasta que todo se aclare mejor que nadie sepa de ti).
Asilo en un templo.
3.- (¿Por qué quedarse en el callejón no va a ser buena idea? Descansa un rato y decide más tarde. Llevas un uniforme de la Orden de Ylos. Nadie va a meterse contigo.)
Quedarse y descansar un rato.
8 comentarios:
Brutísimo shurs.
Muy bueno xavales!
Pues si...la verdad es que me encanta. de las opciones yo me quedo con el asilo ;) q la venganza se sirve fria....
impecable
¡Genial!
En cuanto a las opciones, la de templo me parece la más interesante.
Gracias!! ya tenemos ganas de saber que hará ;)
Esta genial la historia y la iniciativa, por no hablar de los textos y los espectaculares dibujos.
Ya he votado!
Un saludo!
Jajaja me encanto lo de la lengua... Muy buen detalle XD
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